Objetos y prácticas en torno a la Muerte: colecciones funerarias de arqueología e historia en los Museos de Chile
La muerte es un acontecimiento lleno de profundos significados para toda la humanidad, independiente de su cultura y momento histórico. Desde el punto de vista de la antropología, el cese de la vida, que pone fin a sus actividades y a su conciencia como ser activo en el mundo material, es una marca indeleble que conlleva creencias, ritos, supersticiones y comportamientos de complejo análisis.
Desde el pasado más antiguo, incluso se han encontrado evidencias arqueológicas que demuestran que los enterratorios con ofrendas no sólo pertenecen al ser humano, sino que se remontan incluso a los Neandertales, como el de un individuo femenino de hace unos 45.000 años, encontrado en la Cueva de Shanidar, actual Irak, que revela una inhumación ordenada, con una orientación particular, rocas que lo señalan, y una posible ofrenda de flores.
Para la arqueología, el estudio de los contextos funerarios, permite conocer mejor la estructura social de los grupos humanos y las prácticas rituales; además, gracias a disciplinas específicas, como la antropología física o la paleopatología, es posible un acercamiento al estudio y conocimiento de enfermedades, lesiones, pautas alimentarias y actividades cotidianas que dejan huellas en los restos humanos, tales como el desgaste dental que se produce al usar la dentadura para apoyar la función de las manos en artesanía, o las marcas óseas que deja el transporte continuo de objetos pesados, como grandes contenedores de agua llevados desde un riachuelo hasta el asentamiento o la vivienda.
Estos contextos arqueológicos funerarios también entregan valiosa información sobre la forma en que se tratan los restos humanos y qué objetos acompañan a los difuntos como ajuar y ofrenda funeraria.
Gran parte de los objetos arqueológicos depositados en los museos, corresponden a objetos dejados como ofrendas o son parte de ajuares funerarios, antes del advenimiento de nuevas corrientes de investigación en esta área, estas se orientaban precisamente en la excavación y recuperación de objetos de cementerios. De hecho, la Arqueología, como ciencia, debe, en gran parte su desarrollo, a las excavaciones realizadas en contextos funerarios egipcios, mesopotámicos y romanos, con sitios tan emblemáticos como el Valle de los Reyes o Pompeya y Herculano.
Ya mencionamos las palabras “ofrenda” y “ajuar”; estos dos términos hacen alusión a los objetos que se depositan junto al difunto o en torno a la tumba. En el caso de la ofrenda, esta puede ser de carácter puramente simbólico, como flores o alimentos, mientras que el ajuar funerario se define como la ofrenda con bienes que comunican y evidencian el estatus social de individuo, tales como joyas, vestuario y otros objetos suntuarios, en ocasiones especialmente elaborados o alterados para acompañar al individuo en el más allá. Un caso emblemático en contextos arqueológicos precolombinos, son por ejemplo, los objetos cerámicos sin o con escasas huellas de uso funcional, muchas veces profusamente decorados, pero con roturas intencionales que se conocen coloquialmente como “matados”.
En el registro arqueológico también podemos hablar de los diversos tratamientos que realizaban algunas culturas sobre el cuerpo mismo, de particular interés es la momificación. En estricto rigor, una momia se define como un cuerpo humano preservado parcial o totalmente, tanto por medios naturales o artificiales. En el proceso de conservación de una momia inciden las condiciones ambientales en mayor o menor medida, y el tratamiento que sus pares realizan sobre ellos una vez acaecido el deceso.
En Chile encontramos ambos tipos de momificación. Ejemplos de momificaciones naturales son los restos humanos preservados en contextos del Norte Grande, donde las condiciones climáticas de extrema sequedad ambiental y tipo de suelo, provocan que post mortem, suceda sin intervención humana intencional.
También en el Norte Grande, las momias de la Cultura Chinchorro, inscritas en la Lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO desde el año 2021, dan cuenta del proceso de momificación artificial más antiguo del mundo, en torno al 5450 a. C. Estas momias, clasificadas por Max Uhle (1856-1944) entre preparaciones simples, complicadas y cubiertas de barro, dan cuenta de una de las prácticas funerarias más interesantes de la arqueología chilena, con individuos de diferentes rangos etarios, sexo y estatus social, además de un proceso largo y preciso, que incluye la evisceración, separación de elementos óseos, elaboración de formas con ramas, barro y paja, y también mascarillas mortuorias para cubrir el rostro. Eventualmente, también cuentan con ajuares y ofrendas de objetos funcionales como herramientas líticas o adornos de uso personal.
Otra de las formas importantes descritas en la arqueología nacional son los fardos funerarios. Un fardo funerario se define como un envoltorio, generalmente textil, que cubre un cuerpo humano junto a su ajuar, que ocasionalmente se acompaña con otros objetos depositados como ofrenda ritual. Un ejemplo son los fardos de la Fase Alto Ramírez, en el Valle de Azapa.
Dadas las condiciones ambientales, es más frecuente la preservación de restos humanos en el Norte Grande, sin embargo, también hay contextos funerarios de relevancia en la Zona Central y Centro Sur, por sus características singulares, su ubicación o bien por los objetos que han logrado rescatarse en las investigaciones.
En Santiago, en la década de 1940 la arqueóloga Dra. Grete Mostny (1914-1991) excavó el Cementerio Incásico de La Reina, en la zona de la precordillera cerca del cerro San Ramón, un sitio arqueológico sin previa intervención de saqueadores, se encontraron enterramientos en túmulos funerarios, acompañados de una muestra significativa de cerámica incásica de tipo local, con grandes tinajas, aríbalos, cuencos, ollas de pie y platos decorados.
Pero los museos de Chile no sólo cuentan con objetos funerarios arqueológicos. Con posterioridad al contacto europeo, las creencias y ritos en torno a la muerte, cambian la forma de ver, representar y sobrellevar personal y socialmente este acontecimiento.
Dentro de las colecciones patrimoniales podemos encontrar algunos objetos que dan cuenta de cierta devoción privada asociada a la pérdida de un ser querido, en particular del luto, entendido como el sentimiento de pesar y desconsuelo producto de la muerte de una persona cercana y querida, que también conlleva otros aspectos, como observar determinadas conductas reguladas de forma social, como la abstinencia de participación en actividades lúdicas y públicas, durante un período de tiempo.
El luto se asocia con el uso de prendas de vestir de color negro, que en el pasado, además, se extendía también a adornos, como joyas especiales, y complementos del vestuario, como guantes, pañuelos o velos.
Otro ejemplo son los cuadros mortuorios, de duelo o de luto. Es importante señalar que esta práctica se mantuvo vigente hasta bien entrado el siglo XX en distintos países de Europa y América.
Esa pieza utiliza iconografía clásica de carácter simbólico, como por ejemplo el uso de un obelisco con una figura femenina debajo del sauce llorón, que representa la melancolía.
Según investigaciones de especialistas en colecciones del Museo Histórico Nacional, estas imágenes se bordaban a mano e incluían mechones de cabello humano, probablemente de la persona fallecida, que se adherían sobre un soporte para lograr una textura similar al bordado.
Otro ejemplo de la misma colección es el cuadro dedicado a Louise de B., fallecida tempranamente a la edad de 16 años. La obra destaca por incluir la figura del padre de la difunta y un escudo de Chile.
Para finalizar este breve recorrido en colecciones de objetos fúnebres, revisaremos una última práctica en torno a la muerte, vigente hasta hace pocos años atrás en nuestro país, tanto en el entorno urbano como en el mundo rural. Se trata del “Velorio del Angelito”, nombre con el que se conoce un ritual colectivo tradicional, originario de España, que también se realiza en otros países como México, Ecuador, Uruguay y Argentina. El “angelito” se denominaba a un pequeño infante fallecido (hasta los 3 años, generalmente) que, por su alma pura,iba directo al cielo luego de su muerte. Solía vestirse con delicadas ropas blancas, coronas de flores y alas de papel, rodeado de sus deudos que oraban, cantaban a lo Divino, comían y bebían licor. Esta tradición se sustentaba en el hecho de que la familia no debía entristecerse en demasía por el deceso de este infante, a fin de no frenar su rápido ascenso celestial.
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Agradecimientos a Carolina Barra, Ximena Gallardo y Esteban Echagüe del Museo Histórico Nacional y a Francisca Campos del Museo de Artes Decorativas e Histórico Dominico.
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